Vacío y soledad
- gabriela5871
- 26 oct
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Hace unos meses en una sesión de psicoterapia con Luis (seudónimo). Se animó a hablar de una forma más directa y honesta que de costumbre:
“No sé cómo explicarle, Dra. Es ridículo, patético, casi trágico… Lo tengo todo. Una esposa que me ama, un trabajo donde me siento exitoso, tres hijos hermosos. Tengo amigos, energía para correr y jugar pádel... Y sin embargo, está esto que siento, que no me deja dormir, que me prohíbe sonreír. Es un vacío inexplicable… lo odio, y me hace odiarme.”
Luis describe una sensación que resuena con una alarmante frecuencia en la clínica: el vacío demoledor. Una experiencia que atraviesa todas las clases sociales. A este misterio, invariablemente, le acompaña una sombra constante: la soledad.
Pienso en Camila (seudónimo). Su relato es el ejemplo de la "mujer moderna y realizada". Ella me detalla su mañana con precisión de reloj, la rutina de hijos, trabajo y besos de despedida. Minutos después, mientras se dirige a su puesto de trabajo, puede ser asaltada por una sensación abrumadora de soledad y una punzante culpa por no apreciar todo lo bueno que tiene.
"Siento que mi vida es un teatro, que finjo todo el tiempo, Dra. Tengo todo para ser feliz, pero por dentro soy un desastre. Me siento una ingrata, y eso, la culpa, me carcome la poca valía que me queda.”
Es aquí donde el vacío, la soledad y la baja autoestima (la minusvalía de la que habla Camila) se dan la mano en un baile tóxico que siempre pasa por dos emociones muy desgastantes: la culpa y la vergüenza. Nos arrastran en tobogán hacia la distimia o la depresión, porque no hay peor juez que uno mismo cuando siente que debería ser feliz y no lo es.
“Trabajo y amor,” postulaba Freud. Para él, eran los dos grandes pilares que sostienen el bienestar psicológico y la slaud mental: el amor como la capacidad de invertir energía emocional en el otro, y el trabajo como el gran canal para satisfacer nuestras pulsiones, sintiendo el placer de crear. El equilibrio entre el goce personal y la contribución social parecía ser la fórmula de la madurez.
Y sin embargo, miramos hacia nuestro interior y descubrimos que estos pilares, aun erigidos con esfuerzo, no son suficientes. El vacío persiste, no se llena con ascensos ni con nuevas parejas. Es un abismo subjetivo que nos grita desde los mares del inconsciente.
La soledad que abruma a Luis y a Camila va más allá de la epidemia digital. Es una soledad subjetiva que puede vivirse en medio de una fiesta. Es la dolorosa sensación de estar radicalmente solo con la propia experiencia, incapaz de ser visto o comprendido en la profundidad de esa insatisfacción.
El psicoanálisis, en su búsqueda por la raíz del síntoma, se remonta a la infancia. ¿De dónde viene este agujero que duele tanto?
Donald Winnicott veía el vacío como el eco de una falla ambiental temprana. No se trata de un trauma visible, sino de un sufrimiento más sutil: la vivencia del niño cuando su madre (o protector) no logra hacer un sostenimiento (holding) afectivo. Hay un desencaje (miss match) entre el temperamento del bebé y la personalidad de quien lo cuida. La madre está allí, pero no logra adaptarse a la necesidad, dejando al niño en una soledad innombrable.
André Green lo nombra con una metáfora impactante: la "Madre Muerta" (psíquicamente hablando). Es la madre que, aunque físicamente allí, está sumida en su propia depresión o ensimismamiento. El niño se encuentra con una ausencia emocional enorme, un espejo afectivo congelado.
Desde esta perspectiva, el adulto se siente vacío porque su capacidad de invertir afectivamente se quedó retraída, congelada en la decepción de ese primer encuentro fallido. Es un trauma blanco, una herida silenciosa. La baja autoestima se alimenta de una creencia inconsciente y falsa: "Si yo hubiera sido mejor/más fácil, mi madre hubiera estado más presente/feliz/conectada." Esta creencia genera la culpa de no ser suficiente.
Pero, ¿y si el vacío no fuese solo una herida, sino una condición?
Jacques Lacan nos confronta con esta idea: el ser humano es un ser de falta estructural. Nacemos incompletos; el ingreso al lenguaje y a la cultura nos sella con un agujero que, en parte, quedará siempre así. Ningún objeto del mundo—ni el ascenso de Luis, ni la familia de Camila— puede suturar esa falta, porque es precisamente lo que nos define como sujetos deseantes.
Sin embargo, los fantasmas de la perfección y la completud nos persiguen, obligándonos a intentar llenar insistentemente lo inllenable. Nos condenan a buscar la plenitud en el otro y a negar nuestras vulnerabilidades. La baja autoestima se intensifica porque buscamos lo imposible y, al fracasar, nos juzgamos con dureza, alimentando la vergüenza de ser imperfectos.
Como escribió Freud: “Puede decirse que la intención de que el hombre sea 'feliz' no está en absoluto incluida en el plan de la 'Creación'".
El psicoanálisis no promete la plenitud. Promete algo quizás más difícil y, sin duda, más auténtico: la capacidad de vivir con nuestras piezas incompletas, nuestras incapacidades y nuestros agujeros.
El trabajo en terapia no es tapar el agujero, sino integrar todas las partes de una persona: las bonitas, las feas, las caóticas. Es dar lugar al dolor y a lo incompleto, para que ese vacío se convierta, no en agonía, sino en el espacio del deseo que nos mantiene en movimiento.
La oportunidad es debatir aquellas conclusiones automáticas que nos tumban ("soy un ingrato", "mi vida es un desastre"). De los choques entre nuestra realidad externa (lo que tenemos) y nuestra realidad interna (lo que sentimos) nace la capacidad de descansar de ese automático de culpa y vergüenza.
El objetivo final es simple y transformador: seguir amando y seguir trabajando, a pesar de todo. Aunque requiera constantemente encontrarles un sentido distinto, o incluso asumir que a veces no tendrán sentido alguno. Y eso, es suficiente.


