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FISURAS-FRACTURAS

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Hace unas semanas, mi hija se lastimó el pie jugando fútbol en el colegio. Desde entonces, la misma pregunta se repite una y otra vez:

—¿Pero qué le pasó?

Y yo, con ese reflejo automático de querer responder con precisión, contesto:

—Bueno… se fisuró el quinto metatarso.

—¿Eso es una fractura?

—Bueno, no exactamente… es una fisura, o sea…


Y ahí empieza una especie de torpeza verbal que me sorprende. Me descubro dando vueltas, enredándome en tecnicismos que ni siquiera manejo del todo, intentando explicar con exactitud médica algo que, en el fondo, es simple: le duele, necesita ayuda, no puede practicar su deporte favorito y se siente frustrada.


Lleva una bota ortopédica, no un yeso. Puede pisar, pero prefiere no hacerlo porque le duele. Usa silla de ruedas en vez de un scooter, por miedo y quizás también por terquedad. Aunque no es una lesión grave, durante los recreos se activa una pequeña ansiedad: ¿la van a esperar sus amigos? ¿la van a ayudar?


Y cuando finalmente llega la carta del médico donde dice, en blanco y negro, “fractura del quinto metatarso”, siento algo inesperado: alivio. Como si la palabra validara el malestar. Como si, al fin, pudiera dejar de explicar tanto. Como si lo nombrado tuviera más derecho a ser sentido.


Desde ese momento empecé a pensar simbólicamente en la diferencia entre fisura y fractura. ¿Por qué me importaba tanto nombrarlo bien? ¿Estaba tratando de explicárselo a los otros, o de legitimar algo frente a mí misma o frente a mi hija?


A nivel médico, la diferencia es clara: la fisura es una grieta; la fractura, una ruptura completa. Pero más allá del hueso, ¿cuántas veces vivimos situaciones emocionales que podríamos describir igual? Algunas grietas pasan desapercibidas, pero molestan. Otras se rompen por completo y requieren intervención inmediata.


Recurro a Freud, quien afirmó que “lo que no se dice, insiste”. Esa insistencia puede tomar múltiples formas: síntomas físicos, emociones desbordadas, malestares difusos. No nos detenemos en el síntoma como algo aislado, ya sea una fisura física o emocional, sino que buscamos ir más allá, explorar qué se oculta detrás y cómo podemos darle forma. Para Freud, la palabra es la vía privilegiada del inconsciente. Su expresión más pura se revela cuando algo logra nombrarse, incluso de manera torpe o fragmentaria. En el espacio terapéutico, trabajamos justamente con esas expresiones espontáneas, a veces caóticas, para “editar” simbólicamente lo que emerge, y devolverlo al paciente de un modo que toque, resuene y permita pensarse.


Con los años, trabajando con pacientes, he desarrollado una sensibilidad especial hacia el uso de las palabras. A veces basta con encontrar la palabra justa para que algo se afloje por dentro. Una palabra que no anestesia, pero que ubica. Que encarna la emoción de frente, sin metáforas, sin rodeos. Que pone las cosas sobre la mesa con nombre y apellido.


Recurro también a Bion, que nos ayuda a pensar las emociones a través de sus conceptos de elementos alfa y beta. Suena complejo, pero en el fondo es simple. Cuando las emociones no pueden ser procesadas, se transforman en sensaciones crudas, sin forma ni sentido. El ejemplo más claro es el llanto de un bebé que no logra diferenciar si tiene hambre, sueño, dolor o simplemente necesita ser abrazado.


Esas vivencias sin traducción, Bion las llamó elementos-beta: experiencias que no se piensan, solo se padecen.


Y ahí entra el cuidador, a veces tanteando, otras de forma instintiva, que interpreta y traduce esa necesidad, dándole forma, sentido y contención. Así, el llanto de un bebé frente a su madre, o incluso el grito de un paciente en dirección a su terapeuta, deja de ser una descarga cruda para convertirse en una experiencia pensada y digerida.


El proceso terapéutico consiste, justamente, en eso: transformar elementos-beta en elementos-alfa. En experiencias que puedan ser nombradas, pensadas y contenidas.


La ansiedad, la tristeza, la pasión, el amor, la devoción, la necesidad compulsiva de comprar, la infidelidad, el comer sin saciarse, las pérdidas que no terminan de cicatrizar, la baja autoestima, el odio hacia uno mismo o la indiferencia hacia los demás... Todo eso, al ser traducido en terapia, no solo se alivia: se vuelve trabajable. Y nos abre la posibilidad de elegir qué camino tomar.


Algo de eso me pasó con la palabra “fractura”. Esa carta médica no solo trajo un diagnóstico: trajo forma, trajo límite, trajo sentido. Me permitió soltar la competencia de tener que justificar constantemente lo que le pasaba a mi hija. Me alivió también a mí. Y, sobre todo, me permitió acompañarla mejor en su subjetividad y en sus necesidades reales.


Lacan dice  que el lenguaje no solo expresa lo que sentimos, sino que estructura lo que somos. Sin lenguaje, lo que duele queda suelto, sin forma, sin ley.

Pienso en mi hija. En lo que puede estar sintiendo sin poder decirlo. Porque más allá del diagnóstico, del dolor físico o de la bota ortopédica, hay algo que tal vez no encuentra aún palabras: quedarse afuera del juego, no participar  en gimnasia, ver que los demás avanzan mientras ella espera, que la miran distinto. Esas vivencias, si no se nombran, pueden convertirse en fantasmas silenciosos que se instalan en lo imaginario: “Estoy rota”, “No sirvo”, “Molesto”, “Soy menos”.


Lacan hablaba de esos fantasmas: ideas sin nombre que nos rondan y nos desvelan, que se forman en cómo creemos que nos ven los demás, en cómo imaginamos que deberíamos estar. Y en esos momentos, nos preguntamos: ¿estoy exagerando? ¿estoy llamando demasiado la atención? ¿esto es grave o simplemente molesto?


Toparse con esos fantasmas, la sensación de fracaso, de exclusión, de impotencia— es doloroso, sí. Pero darles un nombre es ya un gesto reparador. Porque cuando algo encuentra su lugar en lo simbólico, deja de desbordarnos con la misma intensidad. Se ordena. Cobra sentido. Y en esa organización interna, encontramos también un lugar más claro desde el cual acompañar, sostener, comprender.


Tanto física como emocionalmente, hay fisuras y fracturas que no sanan del todo.

Aprendemos a vivir con ellas. A adaptarlas a nuestro cuerpo, a nuestra historia. Algunas requieren fisioterapia. Otras, psicoterapia.


El cuerpo y el alma comparten una sabiduría ancestral: hay dolores que no se curan, pero sí se acomodan. Y en ese acomodarse, encontramos una nueva forma de habitar lo que nos duele.


A veces, basta con poder decir:“Sí, es una fractura.”Y a veces, es aún más poderoso poder decir:“No sé qué es, pero me duele.”

Y desde ahí, empezar el trabajo de poner en palabras lo que el alma, todavía, no puede nombrar.

 
 
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