Fast Track
- gabriela5871
- 16 sept
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 17 sept

Vivimos en una era en la que todo se mueve a gran velocidad. Lo que no es rápido, lo queremos rápido; lo esperamos rápido. Y cuando esto no sucede, sentimos frustración. A veces, incluso, esperamos que las cosas ocurran de forma instantánea.
Hace poco, me encontraba en el aeropuerto y, por casualidad, llegué a la fila de seguridad del fast track. Qué sensación de empoderamiento y satisfacción puede dar estar en esa vía rápida mientras, a pocos metros, otros esperan en una fila de una hora. No es solo el alivio de pasar con rapidez y tener tiempo para tomar un buen café. Es también esa sensación —quizás inconsciente— de haberle ganado al sistema… y, en cierto modo, también a los demás.
Hoy todo se quiere fast, sin importar el track.
Estamos acostumbrados a vivir dentro de un smartphone: ahí están nuestras vidas, la información, el dinero, las relaciones, el trabajo, la agenda, las fotos. Todo, en un segundo, al alcance de la mano.
Pero esta aparente sensación de control, de satisfacción y de tranquilidad, no es más que una ilusión. Sí, es práctico, ágil y cómodo, pero no es suficiente. De hecho, no es ni siquiera una fracción de lo que realmente importa.
La vida está en levantar la vista y mirar a nuestro alrededor, en hacernos preguntas fundamentales: ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿a quiénes tenemos cerca?, ¿en qué valores creemos realmente?, ¿qué sentimos de verdad?, ¿cómo enfrentamos nuestras contradicciones y complejidades?
La vida, paradójicamente, pasa muy rápido. Es fast, pero para vivirla de verdad se necesita un buen track. Un recorrido. Un proceso que implique esfuerzo, aprendizaje, caídas y levantadas. Ensayo y error. Y esos son caminos lentos, muchas veces dolorosos, frustrantes, incluso tediosos. Pero solo a través de ellos llegamos a lo significativo: una amistad verdadera, una vocación, un título, una pareja estable, un deporte que amamos, un talento que desarrollamos. Eso que da sentido a la vida y cuyo valor descubrimos, muchas veces, al perderlo.
El lenguaje “fast” también se ha convertido en un obstáculo importante, disfrazado de agilidad. Hoy nos comunicamos con mensajes cortos, emojis que "dicen todo", palabras abreviadas, intentando explicar cada vez menos. Esto nos impide profundizar, ordenar nuestros pensamientos y expresarnos con claridad, incluso en lo más cotidiano.
Esta forma de comunicación nos lleva a internalizar emociones que necesitamos compartir. Perdemos la capacidad de argumentar, de dialogar con matices, de comprender y hacernos comprender.
Existe una ilusión de que los procesos ágiles y rápidos son más efectivos. Y sí, a corto plazo, pueden funcionar. Pero lo que realmente perdura, lo que toca el alma, lo que transforma, sucede lentamente, casi siempre sin que lo notemos.
También los procesos terapéuticos requieren tiempo, paciencia, tolerancia y entrega. No pueden acelerarse sin perder profundidad.
Uno puede pedirle a ChatGPT un resumen de El Quijote de la Mancha y aparentar saber de qué trata. Incluso puede servir para pasar un examen. Pero eso tiene un costo: se pierde la experiencia de leer, de imaginar, de expandir el lenguaje, de reflexionar. Lo peor es que, en el fondo, nos engañamos a nosotros mismos.
Y así ocurre con casi todo en la vida.
Vivimos en una lucha constante entre el deseo de lo inmediato y la necesidad de lo profundo. Ese impulso hacia lo fácil, lo rápido, lo instantáneo, ignora una verdad esencial: los beneficios inmediatos son, en su mayoría, pasajeros. Lo verdaderamente valioso requiere tiempo.
Esta cultura del fast track, del placer inmediato, no es solo una consecuencia de la tecnología: tiene raíces profundas en nuestra estructura psíquica.
Wilfred Bion, nos habló de la importancia de tolerar la frustración. De no expulsarla, no negarla, no actuarla de inmediato. Solo cuando podemos sostener la experiencia emocional sin necesidad de eliminarla, empezamos a pensar. Pensar de verdad. Y el pensamiento —como la vida emocional— necesita un espacio interno donde depositarse, digerirse, transformarse. Bion lo llamó reverie: esa función contenedora, que primero encontramos en otro (una madre, un terapeuta, un vínculo significativo), y luego desarrollamos dentro de nosotros.
Pero la cultura del fast va en dirección contraria: no tolera la espera, no soporta el vacío, no admite la contradicción. Pretende evitar la ansiedad a toda costa, incluso a costa de nosotros mismos.
Por eso, volver al track largo, lento y complejo de la vida psíquica es, en cierto modo, un acto de resistencia. De salud. De autenticidad.
No se trata de romantizar la lentitud, sino de reivindicar el proceso. De entender que lo significativo requiere tiempo. Que lo profundo no puede apurarse. Que crecer, amar, crear y pensar son verbos que no aceptan el modo “exprés”.
Y que quizá, solo cuando nos permitimos salir de la vía rápida, es cuando realmente empezamos a transitar el camino de vivir.


